MARIA PINTADA EN AZUL

El drama de Otelo llega a su fin. Poco a poco, la atmósfera borrascosa y de profunda melancolía que comunicaba la sala plena es remplazada por una euforia incontenible El público delirante y apasionado de la lírica, aplaude de pie entre suspiros y sonrisas.

El telón sube y baja repetidas veces. La prima donna que minutos antes, con ia muerte agazapada en un rincón y transmutada de dolor, cantaba su propia agonía, temblorosa aún por el desfase violento de su personalidad, ríe y se inclina una y otra vez. La realidad, íntimamente ligada a la fantasía, abraza a la propagonista ataviada de azahares y rosas.

Yo estoy acorralada entre butacas atiborradas de gente presa de una agitación incontrolable por la obra que colmó todas sus expectativas. Y es entonces que comprendo anonadado, que el cantante sin público pierde toda su grandeza, su hado, su luz. Los intérpretes del Bel Canto, sin aplausos, se esfuman en la nada. El artista que sale al escenario necesita del reconocimiento de los espectadores en las ovaciones de cientos de manos palpitantes. Sin auditorio, el hombre de tablas danza su real desventura. ¡Es tremendo! El triunfo está allí, noche tras noche, en cada función. Un éxito terriblemente ingrato que recuerda la triste muleta del torero, luego de un capote extraordinario. Ahucheos destemplados profanan el valor del hombre en traje de luces que no acierta en la estocada mortal. Las corridas de toros son degradantes y horrendas. ¿Por qué se me habrá ocurrido semejante comparación? En la ópera es peor aún. Ay de quien rompa la armonía del sonido con un simple acceso de tos. Pobre del cantante que la noche del estreno padezca de una desdichada afonía. ¡Adiós laureles! . No hay excusa que valga. El espectáculo prosigue. El público se impacienta y enseguida aparece el sustituto que esperaba desesperadamente su oportunidad. ¡Qué porquería! El actor, en instantes puede echar a perder años de sacrificio y lucha. Años de batallar contra la corriente entre envidias y mezquindades. Entre celos y disputas. La mediocridad, fuertemente enquistada en los medios artísticos, hace lo imposible por destruir el talento. Es capaz hasta de ahogarlo antes de permitirIe nacer. El artista que destaca, pese a los sinsabores y a las dificultades, vence a su vieja a enemiga, la mediocridad, y, como una antorcha olímpica el genio se enciende inmortal.

La noche de Otelo llegué tarde al teatro. Finalizaba el último acto y, a oscuras, no me fue posible encontrar a María. Unicamente al encenderse las luces la vi. Estaba dos filas más atrás y con los ojos fijos en el escenario. Completamente ajena al mundo exterior y fortalecida por la luz de todas las lámparas encendidas, exhibía sus delicadas facciones lastimadas de piedad por el impacto de la tragedia. El universo entero era impotente contra la tristeza magnífica de su felicidad contenida.

Abiertamente indignado, apreté los puños y sentí rabia. Una rabia sorda y patética. Sabía de un canto mucho más profundo y tierno que aquel que aun llenaba el espacio estremecido. En contraste con el clamor de la gente, reinaba para mí un silencio inmenso. El gozo de María revivía en su mirada apasionada. Ese maldito de Marquez en el papel de Otelo era el tenor que la seducía.

¡Mírame, María! ¡Yo también soy un artista! Quise gritarle, agitando mi pañuelo enamorado. ¡Soy pintor y de los grandes! ¿Es que acaso no lo sabes? Yo también embriago con mi arte independiente y personal. Es cierto que no soy ídolo de multitudes, pero conozco el sabor de la victoria. No me hace falta, felizmente, el registro cambiante de aplausos y gritos. Soy ajeno al histerismo colectivo. El triunfo está en mis manos, en mis sentidos, en mi propio fuego, en mi pasión. El público más bien me incomoda y trato de mantenerlo a distancia. Puedo caminar libremente por las calles y el vulgo no sabe quien soy. El arte de pintar es ermitaño, solitario e iluminado, como la literatura. La interpretación de la música y la danza, en cambio, comunican erotismo y excitan a la imaginación. No interesa que el grueso del público ignore, olímpicamente, al compositor. No hay duda que determinados sonidos gobiernan voluntades. Dicen que no hay nada más electrizante que la voz. No interesan los kilos amontonados en el abdomen de un gran cantante. En cuanto abre la boca y consigue un do natural, puro y aterciopelado, el mundo se rinde a sus pies irremediablemente. El sujeto puede ser un cretino, pero mientras canta es un rey o más que un rey.

Yo, como pintor, no estaré bajo ninguna circunstancia prisionero de fanático que, llegado el caso, junto con la tela de la camisa, son capaces de arrancarte en pedazos el propio corazón. Me quedo pensando un poco, o filosofando ¿no viene a ser lo mismo? y llego a conclusiones inquietantes: desde que traspasé la barrera del anonimato y la fama entró vertiginosamente en mi casa causándome auténtico asombro, una pintura mía puede permanecer encerrada en una biblioteca particular o arrinconada en un sótano y el cautiverio no impide que aumente su valor. Conseguir un Ferrini le arda a quien le arda, enardece a los amantes de la pintura, y esa vehemencia loca me favorece.

Ahora bien, debo confesar, con cierta melancolía, que son pocos los que comprenden cuánto me divierto o cuánto sufro pintando telas en las que prevalece el color azul. Cómo podrían saber que la obra es consecuencia de un largo período de desolación. Ni mis amigos más cercanos entienden el lenguaje de mi único medio de comunicación. Lo que sale de mi boca, lo que hablo en el idioma materno, resulta patéticamente trivial y por eso me enfurece y me entristece el destino de mi mundo interior. ¿,Quién me elogia? ¿,Quién me juzga? ¿,Qué están esperando para decirle a María que soy mucho más artista que ese oscuro cantante de ópera que inquieta su cerebro y agita su corazón?

¡María! Mi María. La veo sumida en un fervor intenso absolutamente cautiva del brillo de la voz que ardió con brío y me parece más bella todavía. Mi musa tiene alguna semejanza con las musas de Modigliani. Es como aquellas imágenes de retablo que calman tempestades y se mantienen neutrales ante ácidos comentarios. Estúpidamente andan diciendo por ahí, que soy desleal y además bastante cínico, sólo porque en más de una ocasión, he sugerido la compra de un cuadro que no era de los míos por diversión. ¿Y qué hay con ello? Yo soy el que pierde. Me entretiene confundirme con el público que asiste a las galerías los días corrientes. Los dueños del negocio me temen, pero sonríen. La gloria permite las travesuras. Y es que son, precisamente, los que no entienden ni un solo trazo de mis alegorías, quienes pagan los precios más elevados. Mis obras viajan por el mundo y son aclamadas permanentemente por la crítica. Y hablando de críticos… ¡Ah, una partida de bellacos, la mayoría. En confianza puedo declarar que no fue justamente mi arte el que se impuso en la exposición que me lanzó a la fama. Fue otra habilidad que distingue al hombre de la mujer y por siglos lo multiplica. Los artistas, todos sin excepción, sabemos cuánto dependemos del comentario favorable de los críticos especializados. Así mismo, somos conscientes de los factores que, ajenos al arte, entran a tallar en las opiniones de los entendidos. Y el más aberrante de todos: el hígado, órgano irremplazable y causante de casi todas las preocupaciones y males de la humanidad. Siempre he creído que los protectores hepáticos deberían repartirse gratuitamente en aras de la paz del mundo. Un jurado que sufre de acumulación de bilis, no puede ser imparcial. En cuantas oportunidades, yo mismo, he sido testigo de excepción de críticas malévolas a un arte impecable porque el responsable en emitir su veredicto, sufría de acidez estomacal. ¡Válgame Dios! Lo que cuesta llegar a la celebridad pocos lo saben. Y una vez en la cima, el compromiso es gigantesco. No es suficiente tocar las estrellas. Hay que mantener las luces encendidas en todo momento, al menos aparentemente. En la danza son las piernas y en el canto, la garganta, las delicadas herramientas de trabajo.

Sin piernas y sin garganta el bailarín y el cantante quedan relegados al olvido. En mi trabajo, gracias a Dios, estoy menos expuesto a los accidentes. Son mis manos el instrumento que trasmite la fuerza de mi calor. Estoy, indudablemente, en mejores condiciones que el artista de teatro. No me expongo a un traspiés o al ridículo. Tampoco a los imprevistos del cara a cara con los asistentes. Hasta me puedo permitir reirme a carcajadas ante el elogio exagerado de un cuadro pintado miserablemente, pero que lleva estampada mi firma.

María me malinterpreta a menudo. Dice que estoy hinchado de vanidad y que permanezco alejado de las realidades. (Cuando María habla de realidades, debo sonreír con disimulo). Insiste en que el juicio de los aficionados representa el juicio de la humanidad y tarde o temprano, según mi amada, el genio se levanta y arde imperecedero. Y yo prefiero callar. Detesto discutir con María acerca del reconocimiento póstumo. ¿A quién le interesa, honestamente, la gloria de los huesos bien ordenados, bajo el convencional terno azul?. El triunfo ha de saborearse en vida. Cuánto talento se habrá perdido para siempre por culpa de la censura y de la falta de oportunidades. María es una crédula soñadora, y su mundo camina de la mano con la magia. Y yo dejo bien sentada protesta. Si al menos supiéramos en vida que algún beneficio dejamos a la humanidad. María, como de costumbre, sin prestarme atención, repite que no hace falta poseer una gran cultura para apreciar la pintura y todo lo demás. O laten o no laten las fibras más hondas del espíritu. Caso contrario, el artista no logró comunicarse. En esto tiene razón. Finalmente las manifestaciones artísticas, cuando tienen vida propia, con la fuerza de un ciclón, se apoderan de nuestros sentimientos como un fulgor bendito y no hay nada más. En el sutil lenguaje de almas, la palabra suena desafinada y hueca.

De pronto me viene a la mente que en mi ascenso hacia la cumbre, yo era un hombre básicamente manso. Alejado de todo lo tenebroso, No conocía la envidia que degrada y corrompe. Ignoraba el temblor violento de furias descontroladas. Ha sido María y su rostro de ángel bueno la que terminó con la paz de mi existencia. Súbitamente siento que la cólera oscurece mi mundo de colores al mirar a María, transfigurada, con los ojos y el corazón envolviendo a Márquez en su desventurado papel de Otelo. Y yo, de ópera, entiendo poco. Siempre le corrí a la tragedia. Desde niño he huído de los dramas como del demonio, pero esa noche ingrata, la daga de Otelo penetró por mi mano en las entrañas de María manchándome de sangre celeste. En aquella circunstancia fui potencialmente un asesino. Tal vez porque en el teatro hay mucho de extravagante y de fantástico.

El éxtasis de un público cautivo sacude hasta los cimientos del entendimiento, y el amor precede al dolor y la traición a la locura. A esas horas ensimismado en mi papel de amante homicida, no reparé en que me iba quedando solo. ¿Sólo con la imagen de María clavada en la retina?

Para quien nunca ha estado en un teatro vacío, puedo decir que son húmedos y tremendos. El local que sirve de tribuna la censura, sin público, se llena de sombras malaventuradas que regresan, crecen y agreden. El espanto va y viene. Transitan los fantasmas. Yo mismo era una sola y triste cosa. Paul Fernini, reconocido universalmente como el señor de los pinceles, parecía un pobre vagabundo arrastrando su amargura por el pasillo alfombrado de púrpura.

Estaba solo. Terriblemente solo y nadie vino a decirme que me fuera. De súbito el teatro con todo su misterio me pertenecía, y ante mi asombro mudo, un espectro recorrió el escenario, deteniéndose a un costado, junto a las pesadas cortinas. Al momento reconocí a Márquez. El eco de su portentosa voz seguía vibrando todavía. Y fue en ese momento cuando tomé la firme resolución de enfrentarme a mi rival. Iba a esperarlo a la salida.

Al verlo de cerca, sin embargo, tuve serias dudas. Francamente no lo reconocía. Y las palabras murieron en mi boca al constatar, con maligna satisfacción, que su traje arruinado, y el rostro desfigurado por restos de maquillaje en los ojos, le daban la apariencia de un payaso. Un pobre é infeliz payaso. Resultaba imposible imaginar, al verlo bostezar soñoliento, que ese hombre, solitario y deslucido pudiese ser, por un instante, ídolo de multitudes y de María. Nadie creería que solamente minutos antes, fue capaz de arrancar ovaciones interminables a un público sofisticado y exigente.

El mundo estaba más loco de lo que yo había sospechado y toda mi ira se vino abajo al ver a Márquez echando mecánicamente llave a la pesada reja del teatro. ¡Pobre diablo! Además de cantante era portero.

Me quedé atónito. Seguidamente se levantó el cuello del saco en su intento de cubrirse la boca del frío intenso de la calle y se lanzó a caminar ligero.

Y mis bajos instintos salieron a relucir. Estuve tentado de alcanzarlo con el único afán de hacerle notar su desventura. Quería endilgarle mi propia desazón y mi pena que corrían parejas al rigor del viento. Pero un mínimo de orgullo me detuvo. Y únicamente lo seguí. Una curiosidad malsana me impulsaba a conocer el lugar donde vivía. A jugar por su aspecto, vería con mis propios ojos la clase de pocilga donde, seguramente, se encontraba con María. Y a pesar del paso ligero creí que no llegaría nunca. Se detuvo, no obstante, frente a una puerta de fierro carcomida por la brisa, y hurgó nerviosamente en sus bolsillos hasta encontrar la llave que estaría refundida. El miserable me enfrentaba a su pobreza que penetró en mi sensibilidad como tiro de piedra.

Mi presencia no pasó inadvertida y provocó su alarma. Me sentí obligado a decir algo.

– Estuve en el teatro- dije sin levantar la voz.

Y al instante, un intento de sonrisa suavizó su fisonomía dominada por el cansancio. El muy cretino me confundía con algún admirador enloquecido al punto de seguirlo en semejante noche. Su vanidad no se doblegaba ante la miseria. El asunto no dejaba de ser extraordinario.

– ¿Vive solo?, -pregunté imprudentemente.
– No siempre- dijo Márquez. 
– Soy Ferrini. Paul Ferrini. 
– ¿El pintor?

El tono de franca sorpresa me agradó. Sabía quien era yo y me sentí mejor.

– Lo siento. No tengo café y estoy agotado. De no ser así, lo invitaría a entrar- dijo Márquez, cortésmente, cortando el silencio de la noche.

– No se preocupe. Le ruego, más bien, que me disculpe- respondí cabizbajo.

Marquez me miró frunciendo las cejas y desapareció tras la puerta. Por la cara que tenía, no hacía falta ser adivino para entender que pondría la cabeza en la almohada y se dormiría inmediatamente. Ni por asomos iba a pensar en María y en su rostro adorable. Ni por un instante soñaría con la mujer excitada y risueña que es la causa de mis desvelos. ¡Maldición! Cuánto tormento fui capaz de almacenar al imaginar a María junto a ese fantoche que por alguna inexplicable razón colmaba sus fantasías. Y avergonzado por mi debilidad y mi estupidez, regresé directamente a casa. Una vez instalado en el confortable si11ón reclinable y en el calor de la sala sabiamente iluminada por las luces alógenas, decidí llenarme de ca1ma y aguardar. Esperaría el regreso de María protegido en mi atallier techado con cristales. Tenía 1a certeza de que María jugaba con Márquez. Se prodigaba voluntariamente al lirismo y fascinación de la música. María como los riachuelos, corría hacia la grandeza del mar y desaparecía tragada por las aguas. Yo la amaba justamente por ello. Vivía desconectada del fenómeno de la civilización y mi fortuna le era indiferente. Sin embargo acostumbrada a las pieles y a las sedas siempre impregnadas de un erotismo vago y natural, no cambiaría sus hábitos y el lujo que la rodeaba por muy entusiasmada que se encontrase con las notables facultades vocales de Márquez.

Y sucedió tal como pronostiqué, María volvió a mi lado y en mi propio pecho ilusionado recibí su júbilo y su llanto. Y a partir de entonces, cada noche, antes de que sorprendiese el sueño,.vigilaba atentamente su palidez de luna y me entendía con las estrellas.

Por mi seguridad estuvimos dos años fuera del país. María apoyada firmemente en mi brazo, como una niña maravillada observaba el fondo de las cosas. Pero la luna redonda y brillante no suele ser eterna y regresamos a Lima en pleno invierno.

La temporada de ópera, como de costumbre, empezó en Setiembre. María quiso asistir a todas las representaciones. Por el capricho de esta mujer mía, presencié el mismo espectáculo varios días seguidos. Y cada noche, en el hall del teatro, bellísimas mujeres me hicieron cumplidos y promesas. Yo, conscientemente buscaba los celos de María. En especial el día en que Márquez reaparecería en escena, después de un largo descanso. Pero María ajena a mi mundo, caminaba adelante, negligentemente, inclinando la cabeza con educación. Las elegantes señoras, que me sonreían encantadoramente, la tenían sin cuidado.

A la segunda campanilla, nos instalamos en la fila siete, la fila predilecta de María. Y no fue necesario que empezara la función para que la opresión del pecho y el instinto asesino, que yo creía desaparecidos para siempre, regresaran fortalecidos y con nuevos bríos. El murmullo del público se apagó instantáneamente, al levantarse el cortinaje y la sala entera vibró estremecida.

Pese a mi contrariedad, sonreí con sorna porque lucía estrafalario en su traje de Pierrot como Canio, en el Pagliacci de Leoncavallo, el susodicho Márquez. Los músicos de la orquesta, obedeciendo a la batuta del director, dieron inicio al drama expresado por medio de la música.

Insatisfecho, y con el fin de distraer mi atribulado corazón, seguí los movimientos del concertino y a la distancia se oyó el ruido de un tambor acompañado de una trompeta. Canio o Márquez, con la cara enharinada y las mejillas coloreadas, trataban de dirigirse a Ja multitud amontonada en el escenario, pero su voz se perdía en el espacio. Sonreí encantado. El cantante fracasaba. Cuando de súbito, una descarga limpia y fulgurante, subió hasta el cielo en la pureza de una voz realmente excepcional. Era como un largo latido de vida que iba creciendo y creciendo hasta terminar en un poema alucinante. Aquella voz milagrosa, a pesar de los pesares, ardía en cada ser y en cada cosa.

Nunca antes me había estremecido de ese modo la música. Nunca el dolor fue tan rencoroso. Respirando con dificultad desvié la mirada y la fijé en María. Mi María prendida de la voz del cantante temblaba de ansiedad y en sus ojos de amor caprichoso, resucitaba el fuego enamorado. Tomé firmemente su mano y la apreté con cólera. Pero ella estaba lejos, flotaba suspendida en la férrea voluntad del artista. Y me rendí. Llegado a ese punto, creí que moriría loco de celos y de impotencia. Mi lenta romería hacia un amor quimérico, terminaba allí, en el drama de la ópera, junto a una flor cuyo aroma exhalaba música, y en su dulce inconsciencia, tranquila y segura, apenas reparaba en mi persona.

Estaba claro María amaba la voz de Márquez y ninguna de mis telas, aunque retuvieran intacto el perfume de las rosas o de las lilas, llegarían nunca a la tierra gloriosa de su ficción.

Y aflojé los músculos agarrotados. Dejé descansar mi mente. Trataba de mostrarme indiferente y, cuando el segundo acto llegó a su fin, me puse. de pie, como todos. Una vez más escuché la melodía trágica impregnada de indescriptible agonía a mi propia agonía, y el rumor de mi pena se perdió junto al ritmo fatigado de un viejo corazón que aún latía.

Siempre supe lo que vendría cuando el teatro se mistificó como un templo y la elevaci6n general me arrastró también a mí. Y hundiendo mil dagas en mi pecho tan distante al de María, como todos, aplaudí rabiosamente.

La sala se fue quedando vacía. Vi salir a Márquez. Esta vez sin afeites y acompañado de dos esbeltas bailarinas. Me pareció que quiso decirme algo, en el idioma de las bambalinas, pero se limitó a sonreír. Gozaba de su efímero triunfo y me liberaba del deshonor causado por María.

El drama de la ópera, finalmente, ha terminado para mí. Es tarde. El tiempo que no se detiene transcurre de prisa. Me preparo para pintar al aire libre. La luna ilumina el atrio de la Catedral y pese al misticismo del lugar, el tema será festivo. Huyo del dolor como del demonio. La tela está bien tensada en el bastidor y mezcló las pinturas en la paleta. Un color desconocido surge desafiante. Palpo la tela con recogimiento y dibujo débiles trazos insinuando el cielo. La dicha de pintar me sacude, y lleno de devoción y esmero, preparo el tono que iluminará el rostro de María. Ella está en el atrio, danzando para mí, al amparo del viento enternecido. Puedo verla con la mirada hundida y anegada en el fondo de su propio abismo inmenso. María y su aroma incomparable, crece y me envuelve. Es extraño. No imaginé que la aflicción permitiese pinceladas tan perfectas.

El motivo es recogido de la vida real y la comedia responde a todas las preguntas. En el cuadro prevalece el color azul, el color de mis angustias, esperando que María, como el lucero al despuntar el alba, regrese, antes de que yo haya desaparecido para siempre.

ANA MARIA GANOZA VEGA.- Trujillo, 1942. 
Obras publicadas: “Porque me gusta ser mujer”- Novela (1982), “Qué triste es la sierra cuando no es peruana” – Cuento (1978).

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Este artículo ha sido seleccionado y parcialmente escrito e ilustrado por Inteligencia Artificial (AI) basado en noticias disponibles.

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