El año pasado por estos días me invitaron a que leyera algunos relatos de mi libro «Los sueños de América» para los presos hispanos de la Penitenciaría Estatal de Oregón. Acepté.
Pero antes de entrar en la zona carcelaria me esperaba una pequeña sorpresa: a la entrada, los guardianes me avisaron de que no podía llevar el libro conmigo porque no lo había declarado con la anticipación debida. Y por eso, mientras atravesaba una docena de puertas inexpugnables y me sondeaban los incontables detectores electrónicos, no terminaba de pensar cómo salir del paso con esa extraña lectura sin libro. Al final, cuando ya estaba entre los presos, el recluso que coordinaba me contó con entusiasmo que, al conocer mi aceptación, había invitado también al resto de la población carcelaria, y por lo tanto la charla tenía que ser en inglés.