CORREO DE SALEM: Mayo y el domingo que dura un mes

El año pasado por estos días me invitaron a que leyera algunos relatos de mi libro «Los sueños de América» para los presos hispanos de la Penitenciaría Estatal de Oregón. Acepté. 
Pero antes de entrar en la zona carcelaria me esperaba una pequeña sorpresa: a la entrada, los guardianes me avisaron de que no podía llevar el libro conmigo porque no lo había declarado con la anticipación debida. Y por eso, mientras atravesaba una docena de puertas inexpugnables y me sondeaban los incontables detectores electrónicos, no terminaba de pensar cómo salir del paso con esa extraña lectura sin libro. Al final, cuando ya estaba entre los presos, el recluso que coordinaba me contó con entusiasmo que, al conocer mi aceptación, había invitado también al resto de la población carcelaria, y por lo tanto la charla tenía que ser en inglés. 

«¿Y ahora sobre qué hablo?», pensé. «No tengo el libro. No conozco el nivel de comprensión de quienes me esperan y, por último, mi público es más complicado y multicultural del que yo andaba esperando». Pero ya estaba en el proscenio y, aunque había algunos gringos, los latinos y los negros eran tal vez el 90 por ciento de la gente, cerca de dos mil hombres cuyos dramas eran infinitamente superiores a cualquier texto que yo pudiera escribir, leer o improvisar. 
¿De qué hablarles? No sé de dónde me vino la idea, pero llegó de inmediato. En mis cursos universitarios de castellano suelo usar algunos trucos para inducir la conversación y lograr que mis alumnos participen en la clase. Ahora, mientras esperaba que me llegaran las ideas, comencé con uno de ellos. 
-Por favor, cierren los ojos y concéntrense. Caminen por su memoria. Traten de alcanzar el recuerdo más antiguo de su vida. Una escena familiar o algo que ocurrió cuando ustedes tenían acaso 6, 5 o 4 años de edad… Les he dicho, por favor, que cierren los ojos. 
Entonces comenzó el milagro. Ya he dicho que esto ocurrió en mayo, unos días antes del primero o tal vez del segundo domingo. Los hombres que me escuchaban eran de aquéllos a los que se califica de «alta peligrosidad». Entre ellos había algunos «lifers», como se llama a los que se van a pasar el resto de la vida entre rejas. Los había de todas las edades, pero, con los ojos cerrados y vestidos todos con «blue jean» y camisa celeste, me parecieron solamente una formación de escolares uniformados o un montón de niños sufridos y desamparados. 
Les había dado tres minutos para concentrarse, pero pasaron cuatro y cinco y seis, y ni ellos ni yo podíamos continuar. Casi todos tenían la cabeza inclinada como si rezaran. De pronto, un recluso gigantesco no pudo contenerse y comenzó a gimotear. El hombre que estaba a su lado lo escuchó e hizo un intento de codearlo, pero no continuó porque quizá también él estaba llorando. 
Miré hacia uno y otro lado y la escena se repetía en casi todas partes. Entonces quise saber qué estaban pensando y cómo reaccionarían los guardias ante una situación que supongo no puede serles demasiado familiar. Dirigí mi vista hacia donde estaban ellos, pero sólo uno me miraba, y también tenía los ojos enrojecidos, que, de inmediato, por pudor, ocultó. 
Ya no me acuerdo bien. Creo que al comienzo no lo entendí porque me resultaba difícil asociar ese ataque de tristeza colectiva con la efervescencia que suele provocar el mes de mayo. Mayo es, en el hemisferio septentrional, el mes inaugural de la primavera. Los bosques de Oregón lucen un día blancos y el otro verdes, rojos, dorados. 
Pero no tan sólo en el mundo del Norte, también en algunos distantes pueblos de mi patria lejana la gente amanece en los cerros el primer día de mayo para, de esa manera, «florecer», y en todo el mundo los trabajadores salen a las calles para reafirmar que por encima de todas las oscuridades momentáneas la justicia y la solidaridad prevalecerán porque pertenecen a la esencia humana. 
Mayo es el mes de la madre y de María, que es lo mismo. Como lo dice el «Soneto del dulce nombre», uno de los más bellos que he leído: «Si el mar que por el mundo se derrama / tuviera tanto amor como agua fría, / se llamaría por amor, María, / y no tan sólo mar como se llama…» (F. L. Bernárdez). 
Y justamente, al amparo de ese soneto, entendí por fin qué es lo que estaba ocurriendo y a quién recordaban en lo más antiguo de su corazón los presos de la Penitenciaría de Oregón durante las proximidades de ese domingo de mayo. Lo sé porque el recuerdo también vino a mí y también me hizo bajar los ojos. 
Nunca recordaré qué es lo que sigue ni qué es lo que dije después si es que lo dije, pero entonces y esta mañana ha vuelto a mi memoria el resto del soneto de Bernárdez: «Si llama que el viento desparrama / por amor se quemara noche y día, / esa llama de amor se llamaría / María, simplemente, en vez de llama». «Pero ni el mar de amor inundaría / con sus aguas eternas otra cosa / que los ojos del ser que sufre y ama». «Ni la llama de amor abrasaría / con su energía misericordiosa, / sino el alma que llora cuando llama».

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Este artículo ha sido seleccionado y parcialmente escrito e ilustrado por Inteligencia Artificial (AI) basado en noticias disponibles.

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