De donde vino la noche vino la mariposa
aleteando ciega contra el frío cristal, y la
llamada telefónica anunció la
embolia de la patada inerte
yaciendo desnudo tú en una cama de hospital limeño,
amarrado a tu pulmón agujereado como pájaro herido,
escuchando el zumbido de la oquedad intensiva y
el coágulo tomando aposento en el medio del canto.
Despacio y aleteando levemente se ha quedado el
tiempo afuera de la reja, sin el correspondiente
carné de identidad, romo como un azadón que ha
caído mucho, como un pelícano que se sorprende en
la vereda, oscilando entre norte y sur,
escalonando el tiempo, trajinando la espuela de gallo
doblado, trajinando tan adentro, en el lugar
salobre y casi perdido náufrago interior.
Hay una distancia enorme entre la reja y los
ojos descendidos, un humo interminable, una
sangre perenne y enclaustrada en el surco. Hay
algo que se llama fuerza cuya ausencia envuelve
esquivamente.
No, es número equivocado del páramo ecuatorial a
las estrellas, en la agarradura del momento.
La sangre jugándole truquitos verdiazules al
muchachón de origen Italiano que se mete las manos
al bolsillo detenido bajo el umbral materno.
Por un lado el mal ubicado escalafón, por otro
el productor de las hortensias. Arriba, una luna
escoltando los días de doblez.
Alcanzando el orégano y la ipecacuana,
el cárdamo, la alhucema y la sal,
el minúsculo hueso del cuy girando contra-reloj en
el vasito y el alcohol que no se termina de evaporar.
Atragantada la desmesurada gota
salobre y rota como un sinsabor.
Roída la tijera y la silla coja deslumbrada y
el cántaro de dibujo escalonado que
no se termina de llenar.
Agua para la boca y para los cascos y para la vigilancia de
las horas, Ojos para el pelo ensortijado y dominado por
la brillantina. Fijos los minutos de la hora del duro
transparente movimiento.
Mira tu mano a milímetro digital a pocos, a abrumación,
a guitarra modesta, a nota de yaraví, a dulce diapasón
memorizado a tientas en el callo cebollino.
Estás allí con esa tu letanía del no te preocupes
mechijuán y deja de pelar las papas que las cosas no
salen como una las quiere, cállate y mira lo tornasol del
viento en la ventana o en el talón donde ya una pequeña
herida te detiene y te sirve de obstáculo.
Todos nos hemos equivocado al ver la fronda mansichera,
los gusanos peludos y grotescos que se volvían
fragantes mariposas, y el medio azul agreste fue
pesadilla si uno pasaba de noche desprovisto del
bullangerío y las linternas.
Pasos en el pasillo inerme y cáustico zigzagueando
en el acero inoxidable. Hormigueo de guardia en la etiqueta,
una pizca de hora de visita, una gota bajando por la mesa y
el sigilo de lo que se ve.
La espera siempre es larga en el cerebro, carreteras andinas
con sus surcos de nieve, y, en esta morada, un cóndor
dormitando el pánico sideral.
Cambia de posición para que el colchón plástico
deje pasar el aire bajo tierra. El surco es removido para
que cultive con más fuerza. Los viajes no acaban
en el río. Hay un dulce recuerdo que no cesa de parpadear
memorias y visitas.
La hoja se acrecienta, se abre y se respira un viaje hasta
las vigas. Sin el momento exacto la llamada se redondea
estrecha con un parto en comienzo. A tientas, ahorcajadas,
con cintas y con gallos, pidiendo una cesárea por teléfono.
Afuera, la mariposa desde afuera, a duras penas retratada, en
el cristal ardiente, de tanta transparencia atravesado.
El canto es un lamento vigilante
de pie plantado en el costado viejo.
Un aleteo de zumbido próximo, un esperar
lo fuerte de lo débil, y el momento de sol para ese espacio
que se abarca y se estrecha en su latir.
MERCEDES IBAÑEZ ROSAZZA.- Trujillo, 1942
Profesora de Educación Especial. Ha publicado «Explicación de los días» (1969) «Pequeñas Voces» (1963), «Mi casa con cuatro leños»(1972). La traducción de «Vida y Contactos» de Ezra Pound (1973), «Puentes de la Palabra» (1976) y «De donde vino la noche» (1990). Reside en Estados Unidos.
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