En el fondo fragoroso de magnífica montaña
cual si fuera el cuenco enorme de una mano gigantesca
duerme en quieta placidez de reina indiana
una aldea entre verdores, tibia y lírica, La Cuesta.
Hasta que tiempos ignotos se remontan sus albores.
Desde cuándo en este cuadro de telúrica grandeza
entre montes, arroyuelos y crepúsculos y flores,
fue naciendo a las edades el villorrio de la cuesta.
Es acaso un extraviado resto pálido mochica
que quedara desprendido de su inmenso collar de oro.
O quizá fue el ambicioso español quien le dio vida,
al hurgar su entraña pétrea en demanda del tesoro.
¡Quién lo sabe! En nuestros días es un plácido poblado
que avisora en lontananza su camino,
despoblándose de atávicos complejos del pasado,
marcha con la frente en alto en busca de su destino.
Desde el alto Rogoday, de Caniac o desde Carcha
baja el viento estremecido en un largo escalofrío,
como flecha desprendida del carcaj de la montaña
a perderse en la encañada que hace tiempo le abrió el río.
Y en el zig zag de los quengos que en el valle se desliza,
con sombrero de anchas alas, pensativo va un paisano,
cuyo poncho, color ocre, va agitando suave brisa,
que silbando va en las crines de su airoso potro bayo.
Poetisa. Articulista.
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