Mujeres del valle Jequetepeque: fortaleza y dedicación

Mujeres del valle Jequetepeque: fortaleza y dedicación

En el valle de Jequetepeque, las mujeres encarnan una fortaleza silenciosa que sostiene la vida cotidiana. Antes de que el sol asome, ya están de pie: preparan lo necesario para la casa, organizan a los hijos y, con la misma naturalidad con que respiran, se encaminan al trabajo. No se trata solo de “ayudar” en la jornada; su presencia es columna vertebral. Su energía, su constancia y su sentido de responsabilidad alimentan el bienestar familiar y, al mismo tiempo, mantienen viva la continuidad de las tradiciones del valle.

Su fuerza no es únicamente física. Es también emocional y espiritual: una perseverancia hecha de paciencia, esperanza y decisión. Aun cuando las circunstancias se vuelven duras —cuando escasea el tiempo, cuando aprieta la economía, cuando la vida exige más de lo que parece justo— ellas permanecen firmes. Luchan por mejorar las condiciones de sus seres queridos y avanzan con una determinación que no siempre se aplaude, pero que se nota en los resultados: en la mesa servida, en la casa sostenida, en los hijos encaminados, en la comunidad que no se rinde. Por eso su papel en la sociedad y en la economía local es crucial: trabajan, administran, sostienen, cuidan, y hacen que lo cotidiano funcione.

Jequetepeque no es solo un lugar: es memoria, identidad y costumbre. Y en esa identidad, las mujeres cumplen un rol central. Son puente entre generaciones: transmiten la manera de hablar, los gestos de respeto, las recetas, las celebraciones, el sentido de pertenencia; enseñan con el ejemplo y con la palabra. En ellas, la cultura no es un discurso: es una práctica diaria. Por eso, cuando se habla de la riqueza cultural del valle, es imposible separarla de las manos que la conservan y de las voces que la pasan de madres a hijas, de abuelas a nietos, de familia en familia.

Esa misma fortaleza se ve con claridad en una de las labores agrícolas más exigentes e importantes del valle de Jequetepeque: el trasplante del arroz. Es una faena que no es para los débiles. Se trabaja de sol a sol, con la espalda doblada durante horas, el agua hasta las rodillas, el sol golpeando la piel y el barro resistiéndose a cada paso. Sin embargo, allí están ellas: concentradas, constantes, avanzando hilera tras hilera con un ritmo que solo da la experiencia. Cada plantín colocado es una promesa de cosecha; cada jornada completada es una prueba de carácter. Y aunque el cuerpo se cansa, el ánimo permanece: firme, inquebrantable, como si la voluntad aprendiera a sostener lo que las fuerzas a veces ya no alcanzan.

Hablar de estas mujeres es hablar de dignidad. De trabajo que no busca espectáculo, pero que merece reconocimiento. De una grandeza que se mide no en palabras, sino en la constancia de lo que se hace todos los días. En el valle de Jequetepeque, ellas no solo trabajan: sostienen la vida.

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Este artículo ha sido seleccionado y parcialmente escrito e ilustrado por Inteligencia Artificial (AI) basado en noticias disponibles.

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